Los nuevos funcionarios apelan a la receta de siempre. Quejarse de lo recibido y utilizar ese desgastado ardid para ganar algo de tiempo ante una comunidad con poca paciencia.
Si bien el actual primer mandatario argentino prometió no utilizar otra vez ese argumento, sus colaboradores directos y los infaltables comunicadores militantes se vienen ocupando con éxito de instalar este repetido relato.
Nada se resolverá pronto. No se pueden esperar cambios mágicos. Las condiciones son deplorables, porque han dejado una lista infinita de asuntos que afrontar. Estas son sólo algunas frases que podrían decirse en el inicio de cualquier flamante período presidencial.
Lo que viene sucediendo no debería sorprender a nadie. Es casi de manual. Lo hicieron los que estaban antes y los que están ahora sólo han cumplido con las previsiones de rutina confirmando una larga tradición.
A estas alturas queda claro que la gestión anterior fue pésima y no sólo cuando se evalúan sus resultados concretos que merecen poca discusión, sino también en términos de la nómina de expectativas propias incumplidas.
Más pobreza y recesión, más desocupación y endeudamiento, una inflación elevadísima y un gasto estatal desbordado son sólo parte de una inmensa grilla de cuestiones que tienen escaso plafón para ser refutadas.
A pesar del manto de piedad que algunos desean colocar a la hora de observar en detalle lo llevado adelante en esos años, los logros han sido limitados y la trascendencia del fracaso opaca cualquier supuesto triunfo.
Aquella etapa tiene sólo ciertos discutibles atenuantes, pero de ninguna manera justificaciones que expliquen seriamente la magnitud del desastre que trajo consigo la falta de coraje e ideas, la tozudez e incapacidad de quienes se ufanaron de ser brillantes y terminaron derrotados en las urnas.
Lo más interesante para analizar son los ingredientes de este presente. Cuando sólo se lee lo superficial, se puede quedar atrapado en prejuicios, conceptos erróneos y hasta creerse ciertas leyendas falsamente generadas.
Es indiscutible que la situación general es bastante mala, inclusive peor que cuando asumieron los que recién se fueron. Pero justamente allí radica buena parte del diagnóstico que debería revisarse en profundidad.
En 2015 culminó un ciclo político con cepo cambiario, un gasto estatal gigante, millones de planes sociales, precios cuidados a mansalva, una pobreza certificada muy significativa, retenciones al campo a discreción, una carga fiscal asfixiante más esa inflación constante que jamás se detuvo.
Hoy, con la criticada transición concluida, el cuadro no es idéntico, pero se parece demasiado. En todo caso, algunos agravantes extras, empeoran aun más ese escabroso panorama y complican así las eventuales soluciones.
Se podrá afirmar que volvieron varios de los que estuvieron, mientras varios dirán que no fueron exactamente los mismos protagonistas. Es un debate que tiene una relativa envergadura, pero que le agrega polémica.
Si se quiere ver este proceso desde lo partidario se debería sostener que los que hoy gobiernan se encontraron con la misma bomba que dejaron y que los que pasaron transitoriamente no sólo no la pudieron, ni supieron desactivar, sino que le adicionaron peligrosos e inéditos detonantes.
El país hoy está peor que hace cuatro años. Hay cierto margen para tomar posiciones respecto al clima institucional, el encuadramiento internacional y hasta se podría establecer un planteo acerca de las libertades políticas y la corrupción, aunque esto siempre será opinable y aún faltan elementos. Lo que no amerita discusión es que en lo económico todo está más complicado, que el horizonte no se muestra ni sencillo, ni optimista, a pesar de los infantiles augurios de los que viven exclusivamente de la esperanza.
Salvo aquellas cuestiones ligadas al incremento desmesurado de la deuda, que es la novedad respecto del pasado, el resto de los inconvenientes accesorios no deberían ser considerados como grandes retos a superar.
Los dilemas de hoy son exactamente los mismos del pasado y algunos otros nuevos que se sumaron a esta calamidad. Los que ya existían se han acrecentado no sólo en dimensión, sino también en antigüedad y gravedad.
Si existiera algo de autocrítica, los fabricantes de este coctel deberían asumir la paternidad de este engendro, pero eso implicaría pensar que los políticos pueden asumir rasgos de sinceridad y humildad. Esos no son atributos que se puedan esperar de quienes se dedican a esta actividad.
En definitiva, quienes construyeron esta patética dinámica, con sus delirios demagógicos e ideas descabelladas hoy tienen la responsabilidad democrática de intentar mitigar o resolver cada uno de estos desafíos. Para evitar malos entendidos, vale aclarar que esta catástrofe no es obra exclusiva de un partido o sector político, ni ha sido mérito de una sola gestión. Han sido muchas las equivocaciones que se han cometido y acumulado durante décadas para que esto ocurra y aún hoy perdure.
La mayoría de los problemas estructurales de la nación son el producto de una intrincada mezcla que combina la perversidad de muchos, la mediocridad de algunos, la inoperancia de otros y la cobardía de casi todos.
La sociedad juzgará resultados. Buscará variantes si todo sale mal, o los aplaudirá premiándolos si aciertan. La retórica sirve en el corto plazo, pero la historia es despiadada y se ocupará de asignar culpas como es debido.
Fuente: Diario El Litoral