El género de la narrativa fantástica registra una deliciosa fábula, relacionada con la vieja y admirable historia del pacto fáustico, que nutrió las leyendas tradicionales alemanas y alcanzó su consagración occidental con Goethe (1749-1832).
Hacia 1813 un notable y múltiple personaje conocido como Adelbert von Chamisso escribió “La maravillosa historia de Peter Schlemihl”, conocida con este título. Su autor atribuye el nacimiento de la idea a comentarios oídos casualmente e inquietudes surgidas de lecturas de La Fontaine (1621-1695), en especial el caso del hombre complaciente que -en medio de un grupo de personas-, saca de la bolsa todos los objetos que le van pidiendo. En nuestro caso, el canje es simple: consiste en recibir la bolsa de los deseos a cambio de la sombra. Se cuenta que cerrado el trato, el comprador: “con admirable habilidad, desprende -la sombra- de la hierba (…) de la cabeza a los pies, la levanta, la enrolla, la dobla y se la guarda en el bolsillo”.
Ambicioso y por momentos inocente el vendedor comienza a experimentar una vida de aventuras, dando rienda suelta a sus deseos. Y -como suele ocurrir tras los placeres intensos originados en un secreto- llega el momento en que sucesivos episodios desnudan ante los demás la ausencia de la sombra. Esto provoca la sospecha, el asombro, el rechazo y hasta el desprecio de quienes advierten el exotismo de un hombre poderoso en bienes y conocimientos, pero carente de sombra. Se inicia entonces una tragedia sentimental para el único hombre sin sombra bajo el sol, por la distancia que ponen los demás ante su rareza.
En física se dice que: “Un cuerpo opaco sólo puede ser iluminado en parte por otro cuerpo que lo ilumina, y el espacio privado de luz situado en la parte no iluminada, es lo que llamamos sombra”. Pienso que de algún modo, la alegoría del hombre sin sombra, expresa el clivaje de la flotante irrealidad en que se encuentra el poder sin poder que hoy caracteriza a la cúspide de nuestra política, partida por la mitad. El interrogante que muchos tenemos reside en el cuándo, cómo y con qué resultados habrá de resolverse tamaña ambigüedad, que tiene un decir, un ritmo y un andar ondulante, cuando no contradictorio. Un enigma de contenidos, tiempos, dirección y desenlace para el interés general y la paz social.
Hay quienes piensan que no son momentos para hablar de política ni expresarse sobre nada que no fuera la agenda oficial y sus incertezas: “la normalidad se acabó, no existe más”, “la cuarentena durará lo que tenga que durar”, “yo elijo la vida antes que la economía”. Y otras aseveraciones similares. Nada que salga de la uniformidad del espanto y la repetición estéril de estadísticas y comparaciones incomparables, que distraen de ver oscuros movimientos tras el telón.
De ahí mi inquietud sobre la calidad de nuestra democracia y el modo de ejercicio del poder. No por su formación, emanada de elecciones libres, ni por su función potencial como espacio de acción regulado por las normas, sino por la realización articulada y de buena fe con la que debería ejercerse en la práctica. Vivimos en democracia y sería dañino que durante la emergencia se convierta en una democracia furtiva (stealth democracy). Necesitamos que sea una democracia de confianza.Otros pensamos que la emergencia sanitaria y su excepcionalidad intrínseca, no implican el secuestro intemporal del estado de derecho, ni justifican la atonía del Congreso, la Justicia, la división de poderes (sus límites y atribuciones), los derechos individuales y colectivos, sus controles y garantías, que no se han acabado y por el contrario deben brillar cuanto más delicado es el momento. La necesidad y la razón de su existencia se prueban en la adversidad más que en la bonanza.
Eduardo A. Moro
Para ello debe ser capaz –en sus dichos y hechos- de inspirar tranquilidad hacia la buena conducta futura de los que gobiernan. Cumpliendo con dos condiciones básicas: hablar veraz e integridad. La palabra veraz afronta desafíos: la mentira, la parálisis de los debates (ligada al reino de los monólogos), y la lengua que disimula las intenciones con eufemismos e imprecisiones nebulosas. No es un concepto simple. Exige un trabajo permanente de reflexión crítica sobre el lenguaje político y su ejemplaridad vital para la democracia. A su vez, la integridad no se refiere a una opción esquizofrénica entre la asepsia inútil, la corrupción y la ausencia de transparencia. Se trata de un fenómeno que “carcome la sociedad e hizo vacilar los imperios”, al extremo de provocar -en algún lugar- la llamada “revolución del asco”. (Véanse estos conceptos en El buen gobierno, Pierre Rosanvallón, Ed. Manantiales, 2015). La honestidad precisa una sombra saludable, diría Chamisso.
No tiene caso mencionar personas y señalarlas admonitoriamente con el índice. Pero creo que para alcanzar cierta congruencia, debo enlazar la aventura del hombre que vendió su sombra a cambio de placeres, con el pacto para ocupar el poder sin que los compromisos se conozcan. ¿Sus condiciones permitirán al gobernante cumplir con sus deberes de palabra veraz y comportamiento íntegro? ¿Sus consecuencias ayudarán a una democracia de confianza? ¿Se resolverá positivamente tamaña incertidumbre?
Ignoro si quien recibió la sombra ayudará a que el hombre la recupere, e incluso si él mismo quiere y puede tratar de ser un hombre sólido, un gobernante veraz e íntegro, o bien flotar en la comodidad de un badulaque. Este punto crucial se resolverá -o no- sólo entre los contratantes. Mientras, la sociedad debe custodiar que el Estado trate con prudencia la excepcionalidad, y que el Gobierno administrador, no la naturalice con expresiones sine die. Que se reconozca y devuelva -gradual y lealmente a la sociedad- el goce pleno de las instituciones y de la forma representativa, republicana y federal, según lo establecen la Constitución Nacional y todos los Tratados Internacionales sobre excepcionalidad. Si lo hace, nuestro país crecerá en confianza.
Fuente: Nuevos Papeles