En el tiempo sin tiempo de estos días, pregunté a mi compañera qué siente cuando escucha mencionar a Maquiavelo, y me respondió: “no tiene buena prensa ese muchacho”. Allí se definió el arranque de esta nota, que comienza en una finca rural de los alrededores de San Casciano, en la Toscana italiana, hace más de cinco siglos, donde Nicolás Maquiavelo elije cumplir su destierro por conspirador y escribe “El Príncipe”, obra póstuma de quien sorteando venturas y desventuras en las luchas e intrigas florentinas, pasa a la historia como uno de los que iniciaron la noción de la política moderna. Además, como una notable expresión del Quattrocento -renacimiento alumbrado en su terruño-, y un intento de pensar el mundo y la condición humana sin ataduras dogmáticas ni poderes míticos, desatando el nudo entre política y religión.
De importante familia en decadencia, su vida fue un aprendizaje intenso que rodó en el torbellino apasionado de los Médicis, los Borgia, Savonarola, Emperadores, Reyes y Papas, como Canciller o historiador. Una verdadera fragua de poder sibilino. Su perplejidad participando en el entorno de facciones desarticuladas, sometidas a la inmediatez de los contendientes, lo llevó a describir con crudeza los métodos usados, como sugiere una de las máximas que se le atribuyen: el fin justifica cualquier medio, frase cuya autoría ha sido categóricamente desmentida. Percibió allí la ausencia de principios ordenadores superiores a las partes, que la sociedad más extensa no estaba constituida en Nación, así como la decadencia de autoridad de la Iglesia. Y se sintió libre para describir un mundo conflictivo mucho más complejo que las solas luchas intestinas de entonces, descripción que la Iglesia consideró “obra del demonio”.
Un siglo antes de su aparición conceptual teorizó la necesidad del estado contenedor y sus leyes en términos de modernidad, alertando sobre la habilidad de maniobras para disimular maldades tras la invocación de nobles ideales. El imaginario colectivo lo condenó a ser considerado un cínico predicador de lo inmoral, santón de operadores maniobreros y corruptos. Sería una empresa imposible modificar el sentido peyorativo que connota la palabra maquiavelismo.
Sin embargo, hay muchas voces que han reconocido su contribución a la política moderna, al interpretarla como producto de la acción humana –con sus apetitos y altruismos- y de las circunstancias, por lo cual –junto a Hobbes- se lo incluye entre los escritores sombríos. Algunas de las plumas que reconocieron su gran aporte, son las de Stendhal, Hegel, Marx, Engels, Nietzsche, Weber (ética de la fe ingenua, ante sus consecuencias, y de la responsabilidad), Gramsci y muchos otros. Incluso quienes lo ven como precursor del existencialismo, como Merleau-Ponty, y hasta el carácter de enunciador rudimentario de la primera teoría de la ideología. (Véase:Sebreli, JJ,”El malestar de la política”, Sudamericana, 2012).
Cómo olvidar nosotros -criaturas carnales-, sabedores de la cuota de amoralidad implícita en cada política, que la unidad permanente entre ética y política es quizás inalcanzable. Comprenderlo nos impone mantener en vigilia nuestro deber de aproximarlas (Op. cit.). El mundo es imperfecto y siempre estará en constante mutación. Uno de los cometidos democráticos ejercidos en libertad, es reconocer esa imperfección dinámica, y tratar de suturarla cuanto sea posible. “Una cosa se dice en la plaza, otra en el palacio”, afirmó Maquiavelo con audacia para su época. Le valió el exilio y el reproche ocasional de los poderosos. Su consagrada obra escrita en los inicios del siglo XVI, termina con una cita poética del gran Petrarca que afirma el valor de la resistencia frente al atropello y su adhesión al humanismo renacentista:
“La virtud tomará las armas contra el atropello; el combate será breve, pues el antiguo valor en los corazones italianos aún no ha muerto”. Una rara muestra de cierta vena sentimental.
Fuente: Nuevos Papeles